Monje Imperial

(Es probable que existan errores de tiempo, número y persona)

viernes, 9 de septiembre de 2011

The Jungle

Esto aconteció en una Jungla. No recuerdo el lugar exacto ni tampoco la fecha. Pero fue en una Jungla, eso si.

Soy un Cerdo un tanto viejo, un tanto huraño, un tanto feo, pero con una muy buena memoria, eso si, si señor. ¿Buena memoria?, ¡si! buena memoria. Y el hecho de que no recuerde el lugar ni la fecha no desvirtúa en lo más mínimo a mi excelsa memoria. Y es en virtud a ésta, mi muy buena memoria, que relataré la historia, de punta a punta, de mí muy querida Bestiasunidas.

Bestiasunidas es el nombre que le pusimos a nuestra Sociedad; Sociedad creada con el fin de construir una mejor jungla, una jungla más armónica, más segura. Nos juntamos todos para tal efecto; León, Caballo, Loro, Araña, Tatú, Mosquito y otros bichos de muy buen corazón. Éramos todos muy jóvenes, muy voluntariosos, muy humanos... ¿humanos...?, en fin, éramos buenos y punto. Y nos reunimos una fría noche en la jungla para organizarnos por vez primera. Creamos nuestra Carta Magna. Allí establecimos nuestros objetivos, pautamos nuestra metodología de acción y fijamos todos los detalles que harían a la Sociedad caminar correctamente. Elegimos un Presidente, un Secretario, un Tesorero y a otros animales que serían las autoridades de la Sociedad.

Debo confesar que yo quería ser el Presidente de Bestiasunidas, pero, después me dijeron que no porque supuestamente era un cochino. En fin, hice tripas corazón y no me enojé, no me enojé porque yo sabía que algún día sería Presidente. Solo tenía que ser paciente y esperar buenos vientos, esperar, esperar, esperar... En esa primera reunión también, y lo recuerdo muy bien, pensamos que sería importantísimo que alguien se encargase de sancionar a los animales que se comportasen mal o que no cumpliesen con sus respectivas obligaciones. Porque en Bestiasunidas todos, hasta la cucaracha, tenía una función. Y esa función, directa o indirectamente, tenía que apuntar hacia el logro de nuestros objetivos: construir una mejor jungla, una jungla más armónica, más segura.

Pensamos que ese órgano, encargado de velar porque exista el respeto entre todas las bestias, era fundamental para Bestiasunidas. Y es por ello que esa noche resolvimos que se crearía el Tribunal de Honor de Bestiasunidas. Y dolorosamente hoy puedo decir que el hecho de resolver no significa ni garantiza nada. Harta diferencia existe entre resolver y hacer. Esto me recuerda a lo que una vez alguien muy sabio dijo: “Una sueño sin acción es un sueño, una acción, sin un sueño, no es nada”. Hoy, siendo un cerdo viejo, huraño y feo, por fin reconozco la diferencia. Para liquidar a este lúgubre tópico señalo que no se conformó ese Tribunal de Honor. Existía con cuerpo de tinta y vivía en papeles, solo en papeles.

Prosigo con la remembranza: el Presidente electo fue la Garrapata, el Ratón quedó como Secretario y la Tesorería recayó sobre la persona del Gusano. Todos los cargos elegibles fueron cubiertos. Yo quede como AREP (Ayudante Recogedor de Espinas Peligrosas). No es la Presidencia pero algo es algo. Además, si no se recogiesen las espinas que andan esparcidas por toda la jungla, los animales andarían todos lesionados, todos tristes.

Tantos buenos recuerdos..., tantas anécdotas..., relatarlas no vienen al caso, no porque no los recuerde, todo lo contrario, ¡los recuerdo como si fueran hoy!, pero hay cositas más importantes que, obviamente, me merecen verdadera prioridad.

Entablé una muy buena relación con la Culebra. Culebra era muy carismático, muy hablador. Todo eso le mereció el puesto de Director de Relaciones Publicas. Se dedicaba a mantener buenas relaciones con junglas vecinas, organizaba asados, torneos de fútbol, etc. Culebra, Culebra... ¡que habilidoso era la Culebra! Gracias a Culebra conseguimos la primera choza para las reuniones. Culebra también gestionó las primeras remeras. Eran unas preciosas remeras de color verde que tenían impreso lo siguiente: “Bestiasunidas: la Sociedad joven y feliz”. Todo transcurría muy chévere. Y así pasaron los años.

Una mañana me disponía yo a recoger las espinas cuando el grito, espantoso grito de la Gallina me llamó la atención. – ¡Mis huevos, mis huevos! – cacareaba la Gallina. – ¿Qué te sucede nena? – le pregunté – Alguien se ha llevado mis huevos, mis grandes huevos – me respondió. Esa mañana en Bestiasunidas fue todo muy sombrío. El Código Conductual de Bestiasunidas era muy claro al respecto. En su articulo 2538 dice muy claramente: “Se considerará falta grave, muy grave, ¡gravísima! robar huevos”. El que lo hizo era un desalmado, un animal sin corazón, una sanguijuela. En efecto, todo indicaba que la Sanguijuela era la culpable. De hecho que a la Sanguijuela nadie la soportaba. Ni siquiera yo. Era fea, muy fea, ¡guacala!. Era una chupa sangre. Nuestro Excelentísimo Presidente, la Garrapata, no la perdonó. Esa misma mañana se reunió con el Ratón y con el Gusano para decidir la suerte de la infame Sanguijuela. Resolvieron sin más preámbulo desterrarla de Bestiasunidas. ¡Yupi!.

Poco a poco todo volvió al natural orden. Ya nadie hablaba del robo de huevos, ya nadie recordaba a la iconoclasta Sanguijuela. Pero Culebra, mi buen Culebra; qué nobleza, qué elegancia, qué nivel. Él era otra cosa. En Bestiasunidas lo respetábamos mucho a él. Culebra era muy correcto en su obrar, muy honesto, animal de una sola cara. Pero llegó un día que nunca podré borrar de mi mente. Fue el principio del fin y con ello empezó una verdadera enseñanza de vida.

Me encontraba platicando con un pariente; el Jabalí. Él me comentaba de una molestia que últimamente experimentaba en el colmillo izquierdo. Yo a él le refería, entre otras cosas, la preocupación que me causaba el hecho de que cada día las espinas se volvían más puntiagudas, más filosas, y que los guantes que tenía ya no me brindaban la protección adecuada. Y así hablando los dos nos dirigíamos a la choza. A pocos metros, antes de llegar, vimos una suerte de conglomeración cartilaginosa de bestias. Eran nuestros camaradas, estaban todos, haciendo una ronda, mirando un gran espectáculo, pensé. Alenté a mi primo a seguirme y por fin fuimos parte integra del círculo animal.

– ¡Che Dios Marangatú! – grite. No podía creerlo. Estupefacto era poco. Mi mundo había desaparecido. Mi corazón: hecho polvo, polvo muy fino. Era Culebra a quién todos observaban. Estaba en el centro de la ronda. ¡No!, ¡No!, ¡No!, me repetía una y otra vez sin poder creerlo. En efecto; era Culebra. ¿Qué cómo estaba? Estaba borracho, todo vomitado, todo sucio, con la remera verde de Bestiasunidas. Remera toda vomitada. Una escena repugnante, horrible. Inclusive escuché decir a la vaca – muuuuuuy repugnante – El articulo 741 del Código Conductual de Bestiasunidas dice: “Pobre de aquel animal que sea sorprendido borracho, más pobre si se lo encuentra vomitado, y qué se ataje si en el momento de cometer tal fechoría tenía puesta la remera verde de Bestiasunidas”. Era el fin de mi muy buen amigo Culebra. 10 minutos después se reunió el trío de la muerte, a saber; Garrapata, Ratón y Gusano. 5 minutos de empírica jurisprudencia les tomó resolver la sanción que merecía la ignominiosa conducta de Culebra: El Exilio.

¿Yo?; particularmente quedé muy triste. Con un gran hueco en el alma. ¡Parte de mi alma era Culebra! Pensé toneladas de pasajes, rememoré todo lo que Culebra había aportado a la Sociedad. Estaba apesadumbrado, cierto, pero con una poderosa mezcolanza de rabia e impotencia también. Todo estaba en el Código Conductual, era claro, Culebra infraccionó, pero... ¡qué es un vómito en comparación con todas las obras que hizo esa noble viborita gris! Ya la tristeza evolucionó hasta convertirse en un enojo macro. Esa actitud fue la que me indujo a demostrar lo injusto que fue el Código Conductual de Bestiasunidas en este caso. Hable con Carpincho, con Tapir, con Tatú, hasta con el alegre Pato amarillo tuve que hablar para saber qué ellos pensaban. Inclusive, producto del sentimiento general, concertamos un junta en la Choza de Bestiasunidas. Superfluo es narrar lo entredicho en esa ocasión. Lo esencial es saber que se resolvió conformar esa misma noche, por primera vez, el Tribunal de Honor, porque, como os conté más arriba, nunca dicho órgano tuvo funcionalidad. La intención era traer de vuelta a Culebra, argumentando a Garrapata y a sus secuaces, que la sanción de Culebra no fue conforme a la Ley, y que por ende, tendría que, una vez en funciones el Tribunal de Honor, volver a Bestiasunidas para ser juzgado como corresponde.

Uno de los más duchos en materia de Derecho Positivo era el Perro. Éste, que no había pronunciado ladrido alguno durante la junta, en actitud severa, prorrumpió: – Harta diferencia existe entre la equidad y la justicia amigos míos. Es menester os aclaré que vuestra empresa de incoherente peca. Y si rebosa de pecado es porque, os comento, a nuestro Código Conductual le sobra justicia pero le falta equidad. Dicho Código sanciona el acto tal y como se presenta. A dicho Código no le interesa, o mejor dicho, no le sirve el pasado, el precedente. Si nuestro Código Conductual fuese justo y a la vez equitativo, contemplaría los motivos del hecho, analizaría la conducta del infractor antes del hecho, escucharía la opinión de los miembros de la Sociedad y agotaría todos los recursos que demanda la equidad antes de pronunciarse en un fallo definitivo. También.... – Y antes de que continúe el Perro con su cátedra de Derecho, se vio interrumpido abruptamente por el Mono. – Mucho parloteo, muchos libros para tan pequeña biblioteca, ¡sintetiza!, ¡redondea!, ¡acorta! – No solo el Mono estaba apresurado, yo también lo estaba al igual que toda la junta. La intervención del Perro abogado chocó violentamente con el parecer general de los muchachos. Pero la hostil actitud del Mono no hizo mella en los ánimos del Perro. Y con una irónica, casi picaresca sonrisa dibujada en su semblante, el Perro prosiguió de esta forma: – Para llegar a buen puerto es necesario divorciarse definitivamente de la prisa. Propongo a esta generosa junta que adoptemos a la mesura como guía, pues la injusticia es muy amiga de la impaciencia. Con todo lo expuesto no pretendo más que aclarar algunos puntos subjetivos. Primero: A nuestro Código Conductual, al Código que todos nosotros creamos, no le interesa lo mucho o poco que Culebra hizo por Bestiasunidas. Segundo: Culebra no está con nosotros porque violó, de hito en hito, un Artículo que expresamente sanciona una conducta bochornosa desde todo punto de vista y, tercero: el Tribunal de Honor no puede desconocer, ignorar o malinterpretar el Código Conductual. Sintetizando, redondeando y acortando; Culebra volverá, si señor, volverá, pero nuestro Tribunal de Honor confirmará judicialmente lo que Garrapata y compañía dirimieron extrajudicialmente. Es por ello que apoyo, acompaño y aplaudo la intención de esta noble junta de hacer bien las cosas, pero recomiendo que no os ilusionéis tanto con el retorno de vuestra transgresora Culebra. –

Fulminante, tajante, a quema ropa fue lo dicho por el Perro. Busqué en mis adentros fundamentos válidos para retrucar al Perro, pensé en soluciones, analicé posibilidades pero nada, no halle más que un frío vacío que no podría llenarse con nada. Por suerte el Sapo, que una vez leyó un libro de Introducción al Derecho, al ver que nadie se animaba a rivalizar con el sabio Perro, asumió el rol de contraparte. De un brinco saltó a la mesa que estaba dispuesta en un rincón de la choza y comenzó a susurrar: – Bud-wai-ser, Bud-wai-ser, Bud-wai-ser – Todos miramos al Sapo y en un instante comprendimos su mensaje. ¡Estaba preparando su garganta!. Esto se ponía feo: sería una carnicería. Apenas el Sapo finalizó su ejercicio de dicción, inició su alocución de esta manera: – Casi no puedo contener las lágrimas al escuchar semejante violación a los principios básicos de Derecho. Cuando un árbol se encuentra envenenado ¿Cómo acaban sus frutos?: ¡envenenados pues!. Mi caro amigo el Perro, sin saberlo, acaba de construir un edificio de cincuenta pisos sobre columnas de barro. Su alegato, al igual que el edificio, tienen un futuro común: la destrucción total. Y a diferencia de él, yo no voy a explayarme mas de lo necesario. Hace varios años, en una fría noche, nos reunimos con la intención de sentar las bases de Bestiasunidas. Dijimos que el motor de Bestiasunidas sería un conjunto de varias cosas. No pretendo decir cuales son todos los componentes de ese motor, me conformo mencionado a dos de sus elementos: El Código Conductual y el Tribunal de Honor. Este motor tuvo movilidad, es cierto, pero falto de un componente: El Tribunal de Honor. Señores: este árbol siempre estuvo envenenado y ahora, este Perro necio y terco, pretende que sus frutos sean sanos. Pero que éste Perro desconozca eso no me molesta tanto, lo que sí me exaspera es que ignore completamente la función de un verdadero Tribunal de Honor. Éste Perro habló muy bien y explicó la diferencia que existe entre la justicia y la equidad. Solo que este Perro desconoce que la justicia no sería jamás provechosa sin el necesario auxilio de la equidad. Éste Perro ignora que nuestro Código Conductual representa a la Justicia y el Tribunal de Honor, que jamás existió, representa a la equidad. En un conflicto cualquiera que se suscite en Bestiasunidas, el Código Conductual, que solamente es justo, debe ver el presente, o sea el hecho, y con ello el futuro, o sea la sanción. Pero el Tribunal de Honor, que es pura equidad, tiene la misión de ver el pasado, o sea el precedente, y estudiado a fondo los tres elementos básicos que hacen al Derecho, pasado, presente y futuro, recién fallar. Desconozco absolutamente la suerte que le depara el Tribunal de Honor a Culebra. Es muy probable que la sanción impuesta a Culebra se ratifique. Eso es un hecho. Pero también es un hecho que el Tribunal de Honor, antes de fallar, obligatoriamente tendrá que poner a su izquierda al pasado, en el centro al presente y a la derecha al futuro y con ello abrirse paso en el arduo camino del veredicto final. ¡He dicho!. –  

Antes de iniciar su disertación nadie daba crédito al poco estético Sapo. Después de su disertación quedó como el más bello y sublime animal que existía en Bestiasunidas. Pero en honor a la verdad es necesario mentar que el Perro, muy lejos de quedar con la boca cerrada se mantuvo. Apenas concluyó el Sapo, el Perro envistió nuevamente con todas sus fuerzas. Después el Sapo otra vez y así por mucho tiempo más intercambiaron montañas de jurisprudencia avanzada. Es imposible describir en tan pocas paginas el ambiente que ocasionó tan formidable discusión. La tensión que imperaba en el lugar se disparó a los cielos. Animales que jamás sintieron la necesidad de fumar, esa noche, por vez primera, debutaron en el ámbito de ese terrible cuan despreciable habito.

También se resolvió, en virtud al rigor jurídico, juzgar nuevamente a la Sanguijuela. Pero todos estábamos convencidos de que, al abrir el expediente de Culebra, saltarían de las páginas, cual delfines del mar, las buenas acciones que, nunca, jamás, serían opacadas por la ínfima infracción en la cual incurrió. Y por otro lado se condenaría oficialmente, con propiedad y conforme lo establece la ley, a esa maldita Sanguijuela. Nadie podría imaginar el inmenso dolor que hoy día me causa hablar así de la noble Sanguijuela. ¡Qué ciego estaba!.

Esa misma noche deliberó el Tribunal de Honor de Bestiasunidas. Deliberación a puertas cerradas, claro está. Yo me encontraba un tanto distante de la Choza, aunque no tan distante como para no darme cuenta del arduo trabajo que adentro se gestaba. Era un vaivén de testigos, de pruebas, de documentos, de oficios, de autos, de carpetas. Un desfile de bestias trasuntaba delante de mis ansiosos ojos. En derredor de la Choza de Bestiasunidas, conforme pasaban las horas, se formaba una espesa nube de humo, producto de la fumarola que a su vez era reflejo del nerviosismo que nos embargaba. En un momento dado no pude distinguir si el Tribunal de Honor trataba el caso de mi buen Culebra o de la rufián Sanguijuela.

Ya apuntaba el sol cuando, por fin, se abrieron las endebles puertas de la Choza. Era el fin del suplicio, era renacer de nuevo..., qué sé yo; ¡Era el Paraíso!. Salen los miembros del Tribunal de Honor. Uno de ellos, la Tortuga, tenía un papel en las manos; ¡Era el veredicto!. Sentía como mi corazón amagaba salir por mi boca. Silencio sepulcral. – Chin, chin, – (sonido de grillos). Lenta, muy lentamente la tortuga se aprestaba a leer el veredicto. ¡Quién diablos votó por la Tortuga! pensaba en mis adentros. – El veredicto de este Tribunal es el siguiente – dijo la Tortuga – Se absuelve de toda culpa a la Sanguijuela y se condena a la Silla Eléctrica a Culebra – Exactamente fue eso lo último que escuché antes de caer desmayado. “Se absuelve de toda culpa a la Sanguijuela y se condena a la Silla Eléctrica a Culebra”. Podría olvidar el nombre de mi madre, más nunca el orden de esas palabras.

– La maldita Culebrota nos engañó a todos, si, si – Fue lo primero que escuché al despertar. Era mi pariente el Jabalí quién me lo dijo. Un poco confuso aún le exigí más explicaciones. – Si, si, nos engaño a todos Cerdo. Fue él quién robó los huevos de la pobre Gallinita, fue él. Acabamos de encontrar cáscaras de huevo en su casillero. La muy vil trató de huir, si, si, más, la rápida intervención de algunos camaradas no lo permitió, no, no. La aprehendieron rápidamente y en el acto se ejecutó la pena. La Silla Eléctrica, si, si, quedó toda chamuscada la mentirosa culebrota. También se comprobó fehacientemente que la Culebra violó cuantiosísimos artículos del Código, todo gracias a la escrupulosa investigación de los muchachos del Tribunal de Honor – Cada palabra, cada silaba, cada letra era un baldazo de agua fría. – ¿Y qué pasó con la Sanguijuela? – presuroso cuestioné – La Garrapata le pidió disculpas y a modo de resarcimiento le ofreció un puestito dentro de Bestiasunidas, también le prometió un homenaje donde se lo condecoraría con la E.P.B. (Estrella Púrpura de la Bondad). Pero inexplicablemente no aceptó nada... ¡ni el puestito aceptó la boba!. – 

En esos momentos, una amalgama amorfa de sentimientos se entrecruzaba dentro de mi cabeza. Vergüenza, rabia, ¡Qué tonto fui!. Inmediatamente fui a buscar a la Sanguijuela. Aún no sabía que decirle, pero no importaba, yo quería verla, estar con ella. Cuando por fin la encontré, cuando mis cuatro patas se clavaron frente a su pegajoso cuerpito negro, no atine a decirle nada. Estaba mudo. Solo la miraba. Ella también me miraba. Y fue en ese momento en donde por primera vez observé los ojos de la Sanguijuela. Ver los ojos de la Sanguijuela fue la mejor enseñanza de vida que jamás tuve. Quizá en ese momento no lloré, pero les aseguro que me desangraba por dentro. Después de esos segundos mágicos, en el que los ojos de esa criatura me transportaron a otro mundo, a otro tiempo, solo después le dije cuanto lo sentía. No recibí respuesta alguna. Decidí dejarla sola, sola con su magia. Y cuando volteé para regresar escuché lo siguiente: – ...todos podemos equivocarnos, y eso no está mal, lo malo es no reconocerlo... claro que te perdono Cerdo. – Quise volver tras mis pasos y quedarme allí, con ella, quise ser su amigo y así aprender de ella, pero no. Algo más fuerte me lo impedía. No volteé y me alejé. La deje sola, sola con su magia.

Esto aconteció en la Jungla. No recuerdo el lugar exacto ni tampoco la fecha. Soy un Cerdo un tanto viejo, un tanto huraño, un tanto feo. Hoy pienso que un árbol envenenado no necesariamente está condenado a morir. Reconozco también que aunque falte una pieza, un motor funciona, pero nunca bien. Y por sobre todo pienso que todos podemos juzgar, pero nunca con la certeza de un verdadero Tribunal de Honor.-


THE END

La Lagartija sin fin y el Esqueleto principiante


Busquemos palabras para dimensionar la extraordinaria angustia que atravesaba un murciélago. Este murciélago vivía en el Chaco. Salía de noche a tragar algo de sangre y de día simplemente dormía. Pero esos eran buenos días, días que ya se fueron, pues en los últimos tiempos, de noche, ya ningún ser con algo de sangre se divisaba, por lo cual, haciendo un esfuerzo supremo, el murciélago se aventuraba de día en busca de la tan anhelada sangre. Era cierto, créanlo, volaba de día.

Sus amigos, los demás murciélagos, que también vivían días de estrechez, le decían que era un loco, un suicida, un anormal. Él les trataba de explicar que sí, era cierto, que no era normal, pero que de día también se podía chupar sangre, solo era cuestión de acostumbrarse al brillo del sol y de poner empeño en reconocer a los bichos diurnos que se arrastraban por el suelo. Igual, ellos, sus amigos, no salieron nunca de día, creyendo que era mejor probar suerte de noche, aunque nunca pescasen nada. Fue de esa manera en que todos perecieron, irremediablemente, sumidos en un profundo sueño. Se fueron convirtiendo en bolsas colgadas que poco a poco, a medida que transcurría el tiempo, se volvieron duras y se confundían con los auténticos frutos del árbol que en vida les prestó sus ramas para descansar.

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Un murciélago iba volando mientras miraba abajo, a una lagartija. ¿Qué hacía la lagartija? La lagartija puliendo huesos estaba. El murciélago pensó que alguna oportunidad tendría, que sería presa fácil. Y fue por ello que sin vacilar en picada bajó directo a la lagartija, y cuando ya a punto de atraparla estaba, cuando su terrible boca temblaba de impaciencia y emoción, fue abruptamente asido por un despojo de mano humana, más huesuda que cartilaginosa. Sorprendido se encontraba en poder de la mano, misteriosa mano, pues nunca reparó en su presencia. La lagartija sonreía sin dejar de comer pedacitos de carne dura y rancia. Poco a poco el murciélago reparó en su entorno, y estupefacto descubrió que se trataba de un esqueleto que aún poseía en zonas algo de carne. Trato de hacerse la dormida, y con ello quizá ganar algo de tiempo. La mano aún la poseía; era la mano del esqueleto, esqueleto que estaba siendo despojado de sus ya poquísimas carnes putrefactas, la lagartija era la que lo estaba limpiando. ¿Y qué hacemos con éste? – preguntó el esqueleto. Y la lagartija, sin dejar de comer, aún sonriendo, le respondió – creo que tenés que matarlo - . Y la mano de huesos apretó al murciélago hasta que este dejó de respirar, hecho lo cual dejó caer a su lado el inerte cuerpo. – Tenés que apurarte, quizá la próxima no tenga tantos reflejos... vas a ser presa fácil sin mí – dijo el esqueleto a la lagartija, pero ésta solo se limitó a sonreír como siempre y continuó comiendo los pocos pedazos de carne que le quedaban al esqueleto.

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El indígena nadaba tratando de cruzar el río. Estaba huyendo. Estaba cansado. Había llegado tan lejos que no podría concebir volver a las mazmorras. Su indómito espíritu era el que nadaba, el que huía. Mientras que su cuerpo era el débil, el que deseaba descansar. Apenas llegó a la orilla del río sintió que ya muy cerca se encontraban sus captores, sintió miedo, incluso pensó volver al agua y sumergirse para que no lo vieran. Pero eso era un absurdo, pensó, así que salió del río con todas las pocas energías que le restaban y se metió en la espesura del bosque, y al hacerlo escuchó el ladrido de algunos perros y el trotar de algunos caballos, los escuchó por detrás de él, del otro lado del río. Asumió que la ventaja que llevaba no era mucha, y que su cuerpo no aguantaría un largo periplo, por lo cual, observando lo oscuro de las copas de los árboles, decidió trepar a uno de ellos y quedarse quieto... y aguardar. Así lo hizo, y una vez arriba quieto, muy quieto permaneció. Se percató de que su respirar era muy acelerado y ruidoso, trató de normalizar el ritmo y eso le produjo mareos. Esos mareos lo sumieron en una especie de letargo, droga soñolienta, que al fin lo hizo dormir. Cuando despertó, algunos segundos después, notó con espanto y desesperación que abajo, en el suelo, se encontraban como quince españoles montados en sus respectivos caballos, y muy cerca de ellos una ingente jauría de furiosos perros, que trataban inútilmente trepar el árbol dónde él estaba. Los españoles hablaban entre ellos, mirando al indígena, se encontraban tranquilos, casi alegres, calculando muy lentamente qué hacer con el desafortunado nativo. Uno de ellos resueltamente le apuntó con su carabina, otro rió y luego siguió su ejemplo, hasta que por fin todos, muertos de risa, apuntaron con sus respectivas armas al indígena. El indígena tenía más miedo a los perros que a las carabinas, porque sabía que esas armas mataban rápidamente, sin embargo los perros jugarían con él, y poco a poco llegaría a morir, pero sólo después de sufrir espantosamente. Él quería que le disparasen, ya estaba decidido. Los perros ladrando, los españoles riendo, todo continuó así hasta que una explosión rompió la escena. El indígena cayó al suelo, y aún vivo sintió la envestida de los perros. Él no se resistió, se entregó por completo, cerró los ojos y dejó que los animales le desgarrasen las carnes. Después durmió.

Cuatro meses después despertó. Sin ojos podía ver, sin piel podía sentir...y sin nariz podía oler. Olió y vio mágicamente, se asombró por un momento, pero no se detuvo a pensar en los extraordinarios motivos. Trató de moverse y se movió, y al hacerlo una nube de moscas negras se dispersó. Al notar agarrotado el cuerpo decidió no moverse más. El olor era insoportable, su cuerpo tenía ya cuatro meses de descomposición, y los gusanos rebosaban en su panza y en su cara.

Los españoles decidieron dejar el cuerpo en el mismo sitio donde los perros lo habían acabado. En el lapso de cuatro meses los pájaros, los gusanos, las moscas, las lluvias y el sol casi hicieron desaparecer lo que quedaba del cuerpo del indígena. Ahora era un esqueleto forrado con podredumbre. Esqueleto que ya apenas de alimento servía.

Transcurrió como una hora del despertar del esqueleto. ¿Y qué hizo durante esa hora? Pensar, sólo eso, y después de extraordinarias elucubraciones decidió vivir hasta dónde se le permitiese; reponerse era imposible pero quedarse allí, embotado, aún era peor. Se veía a sí mismo y mucho se deprimía, era tan asqueroso que ya no quería ni mirarse, y de esa manera, aunque sin ojos, con la mirada fija al cielo quedó, pensando y calculando nuevamente.

Un movimiento en los arbustos rompió la monotonía. Era una lagartija. Miró a la lagartija y ésta sonrío. Eso también sorprendió al esqueleto, pues vio que la boca del lagarto era flexible como la boca humana, tan flexible que sin problemas divisó su sonrisa. Vio que el animal se acercaba lentamente, escudriñando a cada paso la novedad. El esqueleto sintió vergüenza de que la lagartija lo vea en ese estado, por lo cual volvió nuevamente la mirada al cielo, y muy triste quedó. – No tengas vergüenza de mí – le dijo la lagartija – A mí me parece que no estas tan mal – Y con eso rápidamente volvió la vista a la lagartija y también le habló, pero después comprendió que no articulaba palabra, que todo era puro pensamiento. Miró nuevamente el cielo hasta que la lagartija le dijo: - Hablá, yo te escucho, yo te entiendo, el sonido no es necesario – En ese momento el esqueleto comprendió que su pensamiento servia para comunicarse con el animal, y sin pensarlo más dijo muchas cosas, le dijo que para él todo eso era algo nuevo, algo extraordinario, le dijo que los españoles lo habían perseguido, y que al fin lo alcanzaron, y que los perros... le dijo que despertó con un nuevo sentir, extraña sensación, en fin, le puso al tanto de todas esas sorprendentes cosas. También le preguntó al lagarto si él podía explicarle lo que estaba aconteciendo, si eso era la muerte, si todos pasaban por eso. Pero la lagartija se limitó a sonreír y le dijo que estaba tan confundido como él, que jamás pensó pasar por eso. Después de algún tiempo, cuando ya absorbieron mejor la realidad, decidieron no separarse, decidieron quedarse juntos y ayudarse mutuamente, sintieron que eso era necesario.

El esqueleto, muy acalambrado aún,  le pidió a la lagartija que le limpiase los huesos, pues de esa manera de seguro más cómodo estaría. Y la lagartija, que ya se había encariñado demasiado con el esqueleto, accedió sin problemas.

La limpieza total fue cuestión de días, pues aunque la lagartija consumió en el pasado de tanto en tanto carne podrida, esa cantidad era demasiado, considerando el tamaño del animal. Pero al fin el esqueleto quedó limpio, lustroso, brillante, muy blanco. – Ya estás listo, sin nada feo encima – le dijo la lagartija apenas terminó de engullir el último resto de carne. Y el esqueleto, que no había amagado movimiento alguno en el proceso, respiró profundo y con una invisible energía trató de levantarse. Lentamente, no sin algo de torpeza, consiguió levantar el tronco, luego, después de meditar algo, pudo al fin pararse y sostenerse. Temblaba y el riesgo de caer era grande. Se sujetó del árbol que hace tiempo atrás le había servido de escondrijo. Poco a poco sus movimientos fueron mejorando, y ya casi era como antes, como en vida, cuando era un indígena. La lagartija, más gorda que nunca, veía con sincera alegría como su nuevo amigo se acostumbraba a su nueva movilidad.

Chaco Boreal, 17 de agosto de 1611.

El esqueleto corría por el bosque teniendo en sus manos a la lagartija. La lagartija como siempre alegre, miraba altiva a las demás criaturas. Sabía que era especial, y que su amigo también lo era. El esqueleto de vez en cuando tropezaba y caía ruidosamente al suelo, asustando con ello a la lagartija, que con un mordiscón le hacía saber su enojo momentáneo. – No corras tanto, que podrías caer sobre una roca y romperte los huesos – le decía la lagartija. Pero el esqueleto era terco, terco y juguetón. Adoraba correr, trepar en los árboles y hacer travesuras. A veces también la lagartija simulaba morir, y cuando el esqueleto lloraba a su lado se despertaba enérgicamente, espantando al esqueleto, que luego le seguía y le gritaba que en verdad la iba a matar. Pero al final siempre los dos quedaban tendidos en el suelo, muertos de risa, abrazados. La vida era perfecta para los dos amigos. Sentían que ya más felices no podían ser.

Chaco Boreal, 6 de junio de 1616.

El esqueleto no dormía nunca, pero como su amigo sí lo hacia, inventó algo parecido al sueño, para acompañarlo y no sentirse sólo. Cuando la lagartija despertaba y se despabilaba, él también lo hacia. Pero llegó un día en que la lagartija no despertó, y como el esqueleto sabía el horario de él, hizo a propósito unos ruidos para despertarlo, pero éste no despertó. Estaba muerto. Cuando lo alzó en sus huesudas manos se dio cuenta por primera vez que la lagartija estaba vieja y marchita. Enterró a la lagartija a lado del árbol dónde él había muerto, dónde él había nacido. Después de enterrarlo subió a la copa del árbol y se acomodó y se durmió.

Pasan los años y de tanto en tanto el esqueleto mira la tumba de su amigo, esperando suceda algo extraordinario.-

ESTO TERMINÓ EL 4 DE JULIO DEL AÑO 2006, SIENDO LAS 02:14 DE LA MADRUGADA.

lunes, 29 de agosto de 2011

Emboscada y el perro cortado.

Creo que aún pocos son los recuerdos que se comparan con éste. Son recuerdos dentro de otros recuerdos los que ahora me motivan a escribir. No fue a propósito, y lo juro por Dios, pero se dio entre mis alumnos de ética. Y en esa clase, en dónde con los chicos analizábamos la maldad del hombre, descubrí que yo también tenía historias que contar, experiencias que relatar.

Todos tenían esa tarde abierta la posibilidad de referir experiencias que complementen y refuercen nuestro tema en cuestión. Y, debo admitirlo, mis alumnos no eran nada tímidos, y con grandes elocuencias se adentraban a las más inverosímiles vivencias.

El tiempo transcurría sin que yo pudiera percatarme de ello, por lo cual, sin advertirlo, todos los chicos ya habían terminado de contar sus respectivas historias. – A ver profesor, porqué usted no nos cuenta ahora una historia – escuché que desde el fondo alguien me decía. – Yo estoy aquí simplemente para ayudarlos a encontrar el significado de sus propias experiencias – les decía yo – y no creo que sea pertinente ser juez y parte – concluí. Vi en los ojos de ellos cierta desazón, cierta injusticia, qué sé yo, algo que me dijo que yo también debía contar mi historia. Pero cuando decidí hacerlo, cuando ya presto a iniciar mi alocución me encontraba descubrí, con cierta angustia, que por más que lo intentaba, no encontraba ninguna historia, ninguna anécdota, ninguna vivencia digna de ser comentada en esa tribuna. Me sentí algo miserable, algo despreciable. Ante esa inesperada sensación, no tuve otra alternativa que prometer a mis chicos que la próxima vez, en la próxima clase, seria mi oportunidad, mi turno.

No, no, no. No puedo seguir mintiendo. Yo tenía mil historias que contar, tenía mil anécdotas; tristes, cómicas, misteriosas, románticas, ¡Un mundo de recuerdos! Sólo que yo... quería contarles una historia, la más aleccionadora historia de toda mi existencia, la que más fuerte caló en mi ser. Sólo que, sólo que no me animaba. Y yo no quería contar cualquier historia, no. Yo quería relatarles esa historia, la mejor de todas.

Yo estaba convencido de que para esos jóvenes yo era un héroe, un ser sublime, excelente ejemplo a seguir y perfecto modelo para ser. No quería que con el relato de esa historia ellos descubrieran las debilidades e imperfecciones con que yo contaba. Pero creo que el sentimiento de tristeza y desencanto que tanto abundó en esas cuatro paredes hicieron que me arriesgue.

Sin más rodeos y ante una enorme expectativa inicié de esta forma mi relato.

Un día de un mes de octubre que era sábado, cuando por la mañana el poco nítido rumor de ladridos de algunos perros me había despertado de un relajante sueño, escuché que alguien tocó a mi puerta, la puerta de mi habitación. Algo adormilado aún la abrí y descubrí detrás de la misma a una gorda señora que me anunció de muy mala gana algo que siempre temí; mi perra se encontraba en celo. La susodicha tenía por nombre Maravilla, a la perra me refiero.

En esa época yo estaba siguiendo la carrera de medicina, carrera que no concluí, dicho sea de paso. Pero lo importante saber es que diariamente practicaba la sutura de piel. En la carnicería conseguí un corazón de cerdo, el cual tenía que cortar con un bisturí para después suturarlo. Toda esta práctica yo generalmente la realizaba dentro de mi habitación. Ese sábado en que me despertó mi madre, el corazón del cerdo yacía en el refrigerador y el bisturí, el que tenía que usar para la práctica, se encontraba en un mueble, en mi habitación.

Mi casa estaba amurallada por todos sus flancos. La parte del frente tenía, a parte del portón principal, una muralla enana que encima permitía se posen unos finos barrotes de metal. Al final de los mencionados barrotes se erguían unas puntas, esas puntas de lanza, que amenazaban con cortar e hincar a todos los incautos que intentasen pasar por ellas. Dichas puntas se encontraban como a 2 metros de altura.

La cuestión del embarazo de Maravilla era un tema vedado en casa. Yo era el encargado de aplicar a Maravilla, en forma sistemática, las oportunas drogas anticonceptivas. Y creo que, en esa ocasión, fallé en el intento, pues de seguro había aplicado la mencionada droga a destiempo. La última vez que Maravilla concibió a su prole, fue el inicio del desequilibrio mental de mi hermana menor Concepción, pues cuando Maravilla dio a luz, a medida que los cachorritos salían de ella, los comía, uno a uno. Hecho que fue presenciado por Concepción. Hecho que la llevó a llorar y la sumió en una profunda confusión. Ella tenía apenas 7 años.

Un año después, cuando Concepción tenía 8 años, Maravilla nuevamente quedó en celo. Yo era el responsable de eso, eso lo comprendieron todos, es por ello que en mí estaba la responsabilidad de impedir el embarazo.

De inmediato, ese sábado, inicié la defensa de Maravilla. Impedir que Maravilla salga era fácil, impedir que los demás perros entren era relativamente fácil. Inculque a los míos cierta precaución al entrar y salir. Los barrotes tenían cierta distancia entre uno y otro que existía la posibilidad de que los perros más pequeños y audaces entren y violen a Maravilla. Es por ello que coloqué unos alambres de manera a que crucen de barrote a barrote y con ello impedir la intrusión de los perros. Realizado eso confiné a Maravilla al fondo de la casa y allí la sujete por intermedio de una gruesa cuerda. Esa nueva forma de vida no duraría más de una semana, lo cual inútilmente traté de explicárselo a Maravilla, pues una vez atada inició una lastimera suplica en pos de su liberación.

En casa sólo estábamos Maravilla y yo, mis padres y mi hermanita fueron a lo de un tío de visita, visita que se prolongaría, por lo que mi madre me dijo, hasta muy entrada la noche.

Todo ese sábado me pasé en sigilo constante, verificando una y otra vez mi infranqueable fortaleza. Los perros, con sus lenguas salidas, se apiñaban en frente de la casa, en la vereda, intentando trepar, brincar y empujar los barrotes y el portón. Yo de tanto en tanto los espantaba con algún que otro juramento pero no, era inútil, el tropel de perros se dispersaba pero después nuevamente se agrupaban en la vereda, cual manifestación de personas lo hace frente al Parlamento Nacional.

Pasadas unas cuantas horas, ya cuando se acercaba la noche, sentí una suerte de murmullo perruno proveniente del fondo. Al fondo me dirigí para encontrar con asombro a pequeños perros que pujaban entre sí para conquistar a Maravilla. El sólo verme los llenó de espanto, espanto que se reflejó en la feroz huida que emprendieron. De tan perplejo que yo estaba sólo atiné a seguirlos, imprecándoles fuertemente. Cuando llegaron al frente de la casa, los cuatro, rápida, desesperadamente, se lanzaron sin pensar y atropellaron los barrotes, pasando entre ellos y los alambres. La suma de raras contorsiones y la pequeñez de sus cuerpos hicieron que se trate sólo de segundos la huida. Para cuando me desperté de la sorpresa, ellos, los cuatro atrevidos perros, se encontraban ya fuera de la casa. Una vez afuera, en la vereda, parecía que se burlaban de mí, de mis estrategias de seguridad, en fin, de mi intelecto. Esto no se repetirá, me decía una y otra vez al tiempo que volvía a tensar los alambres. Yo sentía odio por esos perros.

Cuando por fin volví dentro de la casa ya era de noche. No dejaba de pensar siquiera un momento en lo fructífero que hubiera sido el propinarles un que otro golpe a esos atrevidos perros. Y mientras pensaba en eso, y mientras me inundaba de rabia, iba adquiriendo, poco a poco, cierto deseo de descansar, de dormir algo. Mi plan era dormir como dos horas para después levantarme, bañarme, vestirme y salir, salir a disfrutar de unas ricas cervezas en compañía de unos amigotes. Los sábados generalmente hacíamos esas cosas, y ese sábado no iba a ser la excepción. El día siguiente, al levantarme, tenía pensado practicar sutura con el corazón de cerdo.

Yo estaba convencido que la forma en que estaban dispuestos esos alambres no permitirían nuevamente la entrada a ningún perro, por más pequeño que fuera. Fue por ello que sin ningún tipo de preocupación esa noche dormí.

Súbitamente me despertaron nuevamente algunos ruidos perrunos que provenían del fondo. De un sólo movimiento me puse de pie y quieto, frió, inteligente, pensativo, me quedé. Esa era una oportunidad que no podía desaprovechar. Los perros estaban en el fondo y el sólo verme los haría huir nuevamente. Tenía que actuar rápido, tenía que dar a esos perros un castigo ejemplar, un castigo que los haga desistir para siempre de volver a entrar en mi territorio, si, mi territorio, pues en esos momentos yo era como ellos, era un perro, un perro iracundo, un perro rabioso. Pensé que la mejor estrategia sería esperarlos en el frente de la casa, a lado de los barrotes. Ellos tenían que pasar por esos barrotes, y al pasar, en el momento de las contorsiones, yo actuaría.

Más que enojado, mucho más que enfurecido estaba yo. Pero esos sentimientos no nublaron mi razón, pues yo sabía que esos perros podrían sentirse amenazados y atacarme. No, yo tenía que actuar inteligentemente. Fue esa mesura la que me condujo a la solución. Yo recordé que en el momento de la huida, cuando el cuerpo del perro pasa a través de los barrotes, éste, para atravesarlo, tiene que contorsionarse. Esas contorsiones duran apenas unos segundos, pero yo sabía que ese era el único momento en que mi venganza sería segura y efectiva, pues el perro no podría girar para atacarme.

Yo no sabía como actuar, cómo lastimar a esos perros, pero en el fondo del patio ya los perros se peleaban entre ellos: era el momento de actuar. Encendí la luz de mi habitación y busqué algo, un objeto que me permita castigar a esos animales. Yo, desde un principio, consideré que el mejor castigo sería golpear a esos perros con algún objeto contundente, pero, una vez que mis ojos se posaron encima del buró, sobre el filoso cuerpo de mi bisturí, reconsideré el tipo de castigo.

Es preciso, en estos momentos, que aclare lo siguiente: yo aún estaba algo dormido, también, como dije antes, me encontraba poseído por una poderosa mezcla de sentimientos agresivos y, todo eso en suma, me hicieron olvidar algunas propiedades importantes del bisturí.

Salí de mi dormitorio y sin hacer ruido al frente de la casa me dirigí. Una vez allí agarré con más fuerza el bisturí y empecé a gritar, a silbar, a espantar a los perros. Ellos obviamente no me veían, pero al instante comprendieron que fueron descubiertos y tenían urgentemente que salir de ese lugar, tenían que ganar la calle si o si. Yo tampoco los veía, pero sabía que de un momento a otro ellos aparecerían y tratarían de salir, de pasar por los barrotes, de contorsionarse.

000Poco, muy poco tiempo transcurrió para que yo comenzara a escuchar que los perros se dirigían en dirección a mí. Sentía que ellos se dirigían a mí, venían todos por el costado de la casa ladrando, ladrando amenazadoramente, rugiendo. Sabía que lo hacían para atemorizarme, ellos querían que yo les dejase libre el paso. Estaba tan nervioso y con tanto miedo que a un costado me coloqué y allí los esperé. Cuando llegaron a verme se volvieron como locos. Eran cuatro pequeños perros, los cuatro ladraban, rugían y dudaban. Yo les gritaba y también dudaba, estaba muerto de miedo y temblaba muchísimo. Tenía tanto miedo que no atinaba a hacer algo, únicamente me quedé allí, gritándoles, apuntándoles con el bisturí, esperando que ellos intenten cruzar por los barrotes. Ninguno dejaba de ladrar, todos estaban aterrados, aguardando. Cuando uno, el que parecía más bravo, sin dejar de ladrar, se lanzó entre los barrotes, los demás hicieron lo mismo. Ya los cuatro perros tenían sus cabezas en la vereda, fuera de los barrotes. Seguían ladrando amenazadoramente, pero yo sabía que era el momento, pues se encontraban en plena contorsión de sus cuerpos. Me armé de valor y bisturí en mano rápidamente me dirigí al perro más próximo. Noté que dos perros ya ganaron la calle mientras que otro estaba a punto de hacerlo. El mío, el que más cerca de mí se encontraba, quizá por la desesperación se había trancado, pues se contorsionaba y no avanzaba nada. Sin pensarlo más y de dos rapidísimos movimientos le inflingí dos largos cortes en la espalda. La acción fue tan rápida pero a la vez tan nítida que puedo llegar a describir hasta los más pequeños detalles. El primer corte fue tan rápido que ni bien terminó, el segundo ya comenzaba su trayecto. Pero cuando terminé de herir al perro por primera vez, noté que su espalda se habría como un bolso, y en su interior existía un color gris azulado. El segundo corte fue transversal al primero, y cuando terminé de herirlo por segunda vez ya brotaba algo de sangre por el primero. Yo sabía que las heridas, en especial la primera, eran gigantescas. Lo supe en el momento mismo de hacérselas. Repito que las dos veces que herí al perro, los dos cortes en la espalda que le ocasioné, fueron tan rápidos que parece que lo hice en un solo movimiento. El perro seguía ladrando, más aterrado que antes, con un ladrido más desesperante, más desafinado, casi chirriante. El sentimiento que en ese momento experimenté fue nuevo. Jamás antes lo había sentido. Sentimiento que se apoderó de mí y me hizo retroceder velozmente para dirigirme dentro de la casa, en mi habitación. Mientras retrocedí vi que el perro por fin se zafó y salió a la calle. Ya no ladraba.

Fue a los 8 años que tuve a mi primer perro; se llamaba Ovni. Era un mestizo marrón, mediano como de 30 kilos, adicto a las peleas con otros perros, insurrecto en ocasiones si se quiere. A todas sus debilidades yo las conocía, sus defectos eran pocos pero yo los conocía, yo los detectaba y siempre, siempre aconsejaba a las demás personas el correcto trato que, en función a su humor, tenían que tener con Ovni. Creo que recién después de tener a mi primer perro comenzó mi mente a volar y mi personalidad a definirse, inició con Ovni la verdadera educación de mi vida, la más básica y la más importante. Siempre estuve convencido de que gracias al carácter amable de ese perro es que yo también soy amable con las personas. Quizá sea una aberración o una coincidencia, o simplemente es mi imaginación, no lo sé, no importa. Pero es justicia admitir que soy lo que soy por esa poderosa influencia que ejerció en mí ese noble animal.

Ovni fue mi norte durante catorce años y medio, después, al dejarme, ya todo en mí estaba definido, casi como preparado. Cuando Maravilla llegó a mi casa era apenas una cachorrita. Ella es completamente distinta a Ovni, aunque el afecto que siento por ella también es muy grande.

Cuando herí brutalmente a aquel perro, cuando le corté con el bisturí y al instante me escondí, me refugié dentro de mi habitación y allí me quedé, Ovni, Ovni, solo Ovni estaba en mi mente. No fue queriendo, pero al instante, como deliberadamente, Ovni ocupó mi mente. El sentimiento nuevo e indescriptible aún persistía. Estaba tan asustado, tan arrepentido, tan triste y con una carga fuerte de adrenalina que sentía desfallecer. Mi habitación cuenta con una ventana, por esa ventana me asomé y escudriñé, casi como un secreto, el frente de la casa. Buscaba al perro, quería verlo, quería saber qué pasó de él. No lo vi, no pude verlo. Cerré nuevamente la ventana y traté de tranquilizarme, pensar claro tal vez disipe ese nuevo, extraño sentimiento, pensé. Apagué la luz y nuevamente a la cama me tiré. Estando ya en la cama el sentimiento de culpa se ensanchó y no me permitió siquiera mantener los ojos cerrados. Ovni, ovni, ese perro pudo haber sido Ovni. Estaba claro, en ese momento lo comprendí. Lo que tanto daño me causaba era el ponerme en el lugar del dueño del perro. Ese dueño pude haber sido yo, ese perro; Ovni. En ese instante me imaginé a mi Ovni todo cortado, todo desangrado, revolcándose de dolor, dolor producido por unas espantosas heridas infligidas por algún demente, por algún ser sin corazón. Ho, venganza, venganza, eso calmaría mi dolor, eso calmaría a mi perro.

Esa noche todo se volvió muy confuso. Traté de odiar a ese pobre perro y acaso con ello mitigar mi culpa pero no, no era posible. Estaba convencido de que ese perro, en esos momentos, si es que aún vivía, no me guardaba rencor. Porque yo sabía que los perros son infinitamente más humanos que los humanos en ese sentido. Y saber eso sólo empeoró lo que yo sentía.

Yo jamás había hecho algo tan malo en mi vida, no en esta por lo menos, y así, en esos momentos y con esos razonamientos, comprendí que si existía el paraíso, yo jamás lo pisaría.

Estaba tan confundido y pensé, pensé tanto, tanto que me sentía ya algo enfermo. Me imaginaba el nuevo aspecto del perro al que herí, me imaginaba lo repugnante que a la vista se presentaría sus heridas. Él, dada la ubicación de las mismas, no podía lamérselas, es por eso que yo estaba convencido de que la sangre que emanaba de sus cortes caía por sus costados maximizando con ello la apariencia de las mismas. El perro era marrón, marrón como mi Ovni, quizá algo más claro que él, como que más rubio. Ahora él vagaba por las calles exhibiendo sus heridas, mostrando al mundo lo que la mano del hombre es capaz de hacer, y decía: “Miren, miren todos, en mi espalda llevo la marca de vosotros, la marca que nos diferencia de vosotros, el signo irrefutable que os caracteriza, ¡Ho!, humanos, humanos, humanos, prefiero morir mil veces antes que ser como vosotros”.

Con esa pavorosa tormenta que se cernía en mi techo, admití que me sería imposible recuperar la calma y por ello me levanté y encendí la luz, y al hacerlo, encuentro, veo, precisamente en el momento que se hizo la luz, el instrumento favorito de la señora desgracia: el bisturí. Era la primera vez que volvía a tener contacto con él. Recordé que al entrar en mi habitación lo lancé a un costado. Y allí yacía el bisturí tirado en el piso. Parecía un borracho que, después de violar y matar a una niña, se refugiaba en su escondrijo, volviendo poco a poco en sí, volviendo a la realidad y analizando sus acciones. Pero ese pensamiento incoherente no duró mucho, no, era demasiado increíble: querer volcar la culpa a lo inerte, era demasiado.

Me agaché y cogí el bisturí, lo hice muy lentamente, como temiendo a la rapidez, como desconfiando de mí mismo. Cuando lo tuve en mi mano pude notar que la hoja no contaba con sangre, aunque si había vestigios de pelo, pelo rubio. Cuando me encontraba en pleno análisis sonó el timbre de la casa. El tin-ton me asustó tanto que solté en el acto el bisturí y éste cayó justo encima en mi pie derecho, produciéndome al instante un pequeño corte. Ni sentí el dolor, casi no me importó. Nerviosamente me asomé a la ventana para ver quién tocó el timbre. Eran dos amigos que venían, era la hora que tenían que venir, sólo que yo no los esperaba, la coyuntura no me permitió acordarme de eso. Desde mi habitación les grité que me esperasen un momento y sin importarme la herida que tenía en el pie, me calcé unas medias, me puse un jeans y me coloqué velozmente unos calzados. De esa manera salí de mi habitación y me dirigí a ellos. Los encontré muy alegres y eso me tranquilizó algo. Traté de disimular mi estado y los saludé como de costumbre, mirando de soslayo el lugar del incidente. Noté que no había perros y, cuando abrí el portón, mi amigo, Benito Robles, exclamó: – Hay sangre en tu vereda –.

Sin palabras estaba, fue como confirmar la gravedad del asunto, confirmar que no estaba soñando. La vereda que es gris, estaba salpicada con grandes charcos de sangre, también la muralla lo estaba. El rastro sanguinolento continuaba y se perdía en el negro empedrado. No sabía qué decir, qué hacer, miraba la sangre y miraba a mis amigos, tratando de disfrazar la verdad que temía se filtre por mis gestos. – Lo que pasa es que Maravilla está en celo, – dije – me imagino que... algunos perros... se habrán peleado... ¡Pasen!, ¡Pasen pues! – y de esa manera, sin más comentarios, los tres entramos a la casa.

Los que vinieron esa noche a casa eran Claudelino Melastaca y Benito Robles, amigos míos desde hace ya mucho tiempo, amigos y vecinos. Claudelino Melastaca tenía 20 años, era flaco pero muy alto, la tez blanca mortecina, cabello negro tan largo como para colocarse algunos mechones detrás de las orejas pero no tanto como para atárselos. El peinado de Melastaca siempre estaba embadurnado con gel, lo cual permitía creer que estaba mojado. De Melastaca se decía muchas cosas, por ejemplo, que era un alcohólico, un fumador de marihuana, una persona de mal carácter y sin escrúpulos, ateo y medio comunista. Pero eso no es cierto, él no es medio comunista, es medio anarquista. Y de lo demás, de lo demás me abstengo a emitir comentarios. Yo a él lo llamo por su apellido, pues odia que se lo llame por su nombre; Claudelino. El otro, Benito Robles, es un ser sumamente ilustrado en temas tales como filosofía, derecho, política, religión, etc. Su cabeza rapada permite se vea en ella vestigios de un gran accidente que tuvo cuando niño. Benito era de salir mucho con nosotros, aunque él nunca bebía ni fumaba, antes sí, pero ya no más. Melastaca y yo éramos sus únicos amigos.

Una vez dentro de mi habitación, mis amigos comenzaron a mofarse de mí, pues consideraban gracioso el estado en que se encontraba mi perra, y no les faltó imaginación ni creatividad para involucrarme a mí en todo eso. Yo sólo reía. Reír, eso era lo que exteriormente hacia, pero por dentro mi cabeza harto trabajaba, pues no podía dejar de pensar en las manchas que hallamos en la vereda, en la mucha sangre que ese perro había perdido y también en la posibilidad de que ya esté muerto. – ¿Puedo fumar? – fue la pregunta que me hizo Melastaca mientras sacaba una arrugada cajetilla de cigarrillos de su bolsillo. – Sí, claro que sí, dame uno – le dije, recordando lo relajante que suelen ser. – ¿Vos acaso no habías abandonado ese vicio? – dijo Benito mientras veía que Melastaca me pasaba un cigarrillo y después encendía el que tenía en la boca – Sí, pero ahora estoy algo tensionado, – repuse – aparte que uno no hace ningún daño. Inmediatamente a mi comentario Melastaca, con un tono irónico y jocoso a la vez, repuso – Ja, ja, claro, claro, saber que vas a ser padre te pone así, ja, ja. – No, no, no es eso, lo que pasa es que hoy tuve muchísimo trabajo tratando de impedir que esos perros pasen, aparte de que mi madre me reprochó y me responsabilizó por lo que le pasa a Maravilla – dije mientras trataba de hacer pasar una gruesa bocanada de humo por mi desacostumbrada garganta. Benito, que, a diferencia de Melastaca, no era muy adepto a jugar con cuestiones zoofílicas, dijo a su vez: ¿Y qué pasó?, ¿acaso no le aplicaste la vacuna anticelo? – Y así, entre las preguntas de carácter científicas por parte de Benito, y las consiguientes burlas pergeñadas por la pueril mente de Melastaca, surgió en mí una alternativa de solución a todas mis preocupaciones: mi hermano mayor Robustiano.

Robustiano, como yo le llamaba, pues su nombre era Hugo, tenía 34 años, era guardia cárcel de la penitenciaria de alta seguridad de Emboscada. Desde pequeño yo consideraba a Robustiano como la solución a todos mis problemas, pues siempre tuvo una gran personalidad, era recto, serio, bondadoso y muy comprensivo. Consideré que referir a mi hermano lo acontecido con el perro sería lo más sensato que podía hacer, pues de seguro Robustiano sabría como proceder.

Sin pensar ni un segundo más, con una actitud puramente resuelta, dije: – Tenemos que irnos a Emboscada, tengo que hablar con Robustiano – y los dos, que no esperaban eso, casi al unísono me dijeron: – ¿Robustiano? – Les dije que sí, les dije que era importante irnos a Emboscada, pues allí yo tenía que comunicar algo urgente a mi hermano, algo urgente y muy personal. Cuando mencioné la palabra personal lo hice con demasiado énfasis, por lo cual ya nada más me preguntaron al respecto. Aunque después de la propuesta comenzaron a brotar espontáneamente algunos obstáculos de incierta resolución. Como ya era muy entrada la noche, y los ómnibus que viajaban a Emboscada no trabajaban tan tarde… (Continuará)

viernes, 26 de agosto de 2011

La resurrección del Doctor Francia

“¡Dame libertad!, ¡Dame libertad!” fue todo lo que dijo al despertar, dame libertad. Pero que extraña conducta la del Doctor, dijo el Filosofo Cat, que rareza de expresión proyecta, comentó el Ateo Sposa, y porqué tan aturdido despertó, a su vez fue el cuestionamiento que indicó la única mujer que allí estaba presente; Doña Aurita. Aquí, justo aquí, a lado mío ella se encuentra. Me mira y no puede disimular; está nerviosa. No me dice nada pero yo sé, que si ella tiene la posibilidad de relatar la historia, ella lo haría. Sigue nerviosa y yo sé que teme mucho yo omita algunos detalles, o que tergiverse algo, o simplemente no sepa interpretar los actos de los protagonistas. Pero yo le digo y no dejo de repetírselo que se relaje, que se tranquilice, pues yo me veo apto para relatar los hechos tal y como sucedieron.

Cat, Sposa y Doña Aurita estaban estupefactos, no sabían bien que decir, o que hacer, todo lo practicaron pero en ese momento, cuando por fin el Doctor despertó, estaban simplemente...  confundidos. Esa confusión quizá, porqué no decirlo, fue a consecuencia del insólito despertar del Doctor, pues todos esperaban... qué se yo, que se despierte y empiece a realizar preguntas, preguntas para ubicarse... pero no, se despertó y dijo agarrando de los brazos a Cat: ¡Dame libertad!.

Usted Doña Aurita me supera. Es imposible soportar esos gestos, esas muecas. Usted desconfía de mi talento y no sabe como decírmelo, y por ello prefiere desconcentrarme con esa actitud, actitud que no está a su nivel, no, usted no debe rebajarse haciendo esas cosas, acudiendo a esas artimañas, usted tiene que soportar mi relato, pues yo fui electo para hacerlo.. y no usted. O se pone sería o se va. Esa es la coyuntura.

El despertar del Doctor se produjo en la casa del filosofo Cat, en su propia habitación, habitación que tantas veces lo vio a él soñando, lo vio insomne, nervioso y también cavilante; estados que mantenía el filosofo y que tenían como única mecha la posibilidad de una entrevista, anheladísima entrevista con el Doctor. Acaso fue el día más excitante para este poco excitable filosofo, pues emulaba los ojos de un niño feliz. Es cierto que estaba feliz, pero también es cierto que la confusión dominaba su accionar, pues lo que tenía que decirle al Doctor, cuando éste se despertase, no se lo dijo, se limito a sonreír y a mirar con esos ojos de niño feliz a sus compañeros presentes.

Si lo que digo no es fiel a los acontecimientos en cuestión, le agradecería me lo dijera, ¡Pero hablando!, no suspirando como lo esta haciendo ahora, no balbuceando, no suspirando... ¡Hay!, tengo ganas de ahorcarla con el cable de este mouse. Pero el tonto soy yo. Ahora comprendo que estoy siendo incoherente. No debo pelearme con usted. Tengo que mostrarme comprensivo y tolerante. Así que... venga, si, si, usted, venga y siéntese, le cedo mi lugar, escriba todo lo que quiera, yo le doy esa oportunidad. Ahora salgo un momentito, voy a fumar un cigarrillo. A mi regreso veremos que tan bien sabe escribir. Hasta luego Doña.

Había una vez..., no, no. Hubo una vez..., no, tampoco. En un pueblo, hace mucho tiempo... no, hace poco tiempo, no. ¡Diantre!, esto de narrar cosas es más complicado de lo que parece. Pero... bueno, supongo que la gente sabrá comprender mis faltas de gerundio, de tiempo y también de persona. Pero ese muchachito sí que es prepotente, es prepotente y no supo entenderme, yo no quería escribir, no, no, ¡Claro que no! Lo único que pretendía de su parte era que vaya más rápido, no al grano como se dice, sino que sea más concreto, más preciso, y no tan ambiguo y desordenado. Esotérica y espiritista, eso soy, no una escritora. Pero..., pero, sí, escucho pasos, seguro que es el muchachito escritor, ya fumó todo y, bueno, me imagino que se habrá dado cuenta de sus defectos como escritor. ¡Señor Sposa!, ¡Pero qué sorpresa!; yo pensé que era el muchachito escritor, pero pase, pase, adelante, venga, siéntese, escriba, tiene que escribir, pues nuestro escritor está fumando afuera y me cedió su puesto, y, usted comprenderá, yo no soy muy ducha en esto de las escrituras, usted tiene que continuar Sposa, hágalo, pruebe, pruebe suerte haber que sale.

No, no, señora, por favor, usted me está comprometiendo, para eso está el escritor, es él y nadie más que él el responsable de escribir los acontecimientos, yo, usted, nosotros no somos más que los protagonistas, y eso nos coarta la posibilidad de escribir objetivamente, pues de seguro seremos, de alguna forma, parcialistas, y bueno, el resultante de ese error sería una historia distorsionada. Afuera estaba el escritor, yo lo vi y parecía muy nervioso, ni siquiera me vio, estaba fumando desenfrenadamente y se lo veía bastante nervioso y furioso. Le voy a llamar para que nos explique porqué... allí viene. ¡Cat!; ¡Mi queridísimo primo y caro amigo!, yo pensé, pensamos mejor dicho, aquí con la señora Aurita, que vos eras el escritor, pero, de seguro, ya te topaste con él afuera. No, no, no, momentito señor filosofo, primero siéntese aquí.

Gracias, ¡Qué cómodo!, yo solo quería preguntarles la razón de que nuestro escritor esté allí afuera como loco. Cuando me vio se puso a llorar como un bebé y me dijo que así no se podía trabajar, que él era un profesional de las letras pero la presión ya era demasiada. Al final me dijo que o le creamos espacios de libertad o él simplemente se retira del proyecto. Yo le dije que por favor no se apure, que sea mesurado en sus actos, y que me deje hablar con ustedes, y que juntos les daríamos ese espacio de libertad que tanta falta le hace. Sí, sí, por favor, adelante joven, pase usted. Estuvimos hablando y sí, en efecto, usted tiene la razón, para los artistas es imposible crear arte sin espacios de libertad. Nos comprometemos a no hablar, ni siquiera notará nuestra presencia, solo permítanos quedarnos aquí, calladitos, seremos fantasmas sin boca. Aquí joven, siéntese, éste es su trono, usted es el Rey, nosotros; simples plebeyos. ¡Adelante! Y que el arte fluya.

Ja, ja, ja, bueno, no era para tanto señor Cat, pero... ahora que lo pienso, que disparate, me estoy imaginando a mí mismo vestido de Rey, con la corona y todo, sentado frente a una computadora, escribiendo, en presencia de mis esclavos... no, no, no quise decir esclavos, plebeyos, sí, mis plebeyos. Ja, ja, ja, que interesante. En fin, cambiemos de tema, vamos a lo que nos interesa; entre los tres me relataron, paso a paso, esa tan increíble como maravillosa historia. Yo, a medida que escuchaba sus relatos, fui imaginándome todo, fui hilando los hechos, agregándoles adornos, detalles estéticos que de seguro darán realce a la historia. Ahora todo lo tengo en mi cabeza, falta que lo traspase a mi computadora. Es muy probable que me equivoque en algo y lo sé, suele pasar, pero no se preocupen, pues al final yo les presentaré el documento en sucio y juntos lo arreglaremos. Sí les digo todo esto es porque no me gustaría que me anden interrumpiendo a cada instante, pues es harto más fácil arreglarlo todo de una vez, al final. Entonces bien, empecemos...

El filosofo Cat y el ateo Sposa no solo eran primos, sino que también compartían una entrañable amistad. Desde jóvenes se pasaban horas y horas hablando, discutiendo; de religión, de historia, de política, de filosofía. Los dos eran brillantes, aunque en muchas cosas pensaban distinto. Y justamente era ese nivel cultural en conjunción con esa disparidad de pensamiento lo que tornaba interesantísima a la reunión. Doña Aurita era la única que con desdeñosa actitud contrastaba enormemente en ese gran derroche de intelectualidad. Esta señora era empleada del filosofo Cat, ella se encargaba de todo lo que a higiene y orden se trataba, también se proyectaba con denuedo en el ámbito de la cocina, sirviendo platos que al filosofo encantaban y que al ateo embelesaban.

Doña Aurita no comprendía porqué su filosofo patrón sufría los inviernos tomando baños fríos, porqué madrugaba los domingos teniendo la posibilidad de quedarse en su cama por más tiempo, porqué prefería sufrir en vez de disfrutar, eran cosas que ella no comprendía. Sposa, sólo Sposa lo sabía, él lo sabía pues él también era tan brillante como su primo, y sólo las mentes brillantes se comprenden, sólo ellos saben cual es la diferencia entre una persona común y una que sobresale del grueso de la gente; la diferencia entre los que nacieron para dejar huellas y los que nacieron para morir sin dejar ningún legado verdaderamente tangible en este mundo. Sí, Sposa lo sabía, pues él también hacia cualquier cosa por el simple hecho de no querer hacerlo, sólo por eso..., por no querer hacerlo. Pero este escritor se parece más a doña Aurita que a los dos eruditos mencionados, por lo cual, reconociendo sus limitaciones, prefiere no ahondar más en ese punto.

Eran las seis en punto de un domingo cuando el timbre de la casa del filosofo Cat sonó. Cat sabía que era su primo ateo el que venía a visitarlo, doña Aurita sólo lo presentía. En efecto, era Sposa que con su acostumbrado termo de café en los brazos venía a pasar la mañana en compañía de su querido primo. – Hola Cat, cómo amaneció, hola doña Aurita, cómo amaneció usted, espero que muy bien, yo estaba por estos lares y quise pasar a saludar – fue el saludo que casi de memoria se lo sabía doña Aurita – Pero adelante Sposa, por favor, no se quede allí afuera, con este frío y con esta llovizna, adentro estaremos mucho mejor – muy entusiasmado Cat propuso. Pero ya dentro se gestó este nuevo parlamento: – Este día tan gris y tan frío y esta genial llovizna me anima a visitar el Cementerio – dijo Sposa sin titubear. Doña Aurita no podía creerlo, pensó por un momento que Sposa estaba bromeando, y al instante escuchó atónita de la propia boca de su patrón: – Usted y yo Sposa pensamos igual, es una excelente idea la que me acaba de proponer, voy por un abrigo y nos vamos al Cementerio – Sí, sí, claro que sí, al Cementerio, todo muy normal, claro que sí, Doña Aurita se decía para sus adentros, creyendo aún en la remota posibilidad de que esos señores simplemente se estén regodeando con ella. Pero no, en el fondo ella sabía que hablaban en serio. Lo que no sabía era que el filosofo Cat tenía intenciones de llevársela con ellos. – Vamos señora, abríguese bien, usted será nuestra guía – profirió muy alegremente Cat  ¿Por qué Guía? – cuestionó Sposa, – Lo que pasa es que mi difunto marido – dijo doña Aurita – se encuentra en el Cementerio, y no pasa un día sin que yo lo visite, y creo que para el filosofo eso es motivo suficiente para nombrarme guía oficial de cementerio – Y aunque no fuese motivo suficiente ellos igual querían que ella vaya, pues verdaderamente disfrutaban de la presencia de esa adorable señora.

Las elucubraciones que brotaban espontáneamente de los diálogos mantenidos por los primos, si no fueran por las esporádicas intervenciones de doña Aurita, llegarían al cielo y se confundirían con los astros. Doña Aurita era el necesario e importante cable a tierra que mantenía a los dos amigos en la tierra de los mortales. Aconteció una vez, solo por citar un ejemplo, que los mismos se encontraban hablando de las diferencias en el marco sociológico que presentaban los grandes lideres orientales y occidentales. En un punto Sposa citó al Emperador Chino Sung, dijo que la bondad de su espíritu, a su parecer, fue la que le permitió a China vivir en una armonía poco vista hasta entonces. Pero antes de que el filosofo Cat dijera algo, doña Aurita, que se encontraba haciendo sus quehaceres en las inmediaciones, dijo solemnemente: –  Yo creo que los chinos no son nada bondadosos, pues hay un tal Kyto que vive a la vuelta y es un gran maldito, pues nunca colabora con la Capilla del barrio – y como sí nada continuó sus labores sin esperar ninguna respuesta. Pues esas eran las intervenciones que doña Aurita aportaba y que abruptamente hacían descender a los dos primos hacia varios niveles de conversación.

Ese domingo hacia mucho frío, el cielo parecía ceniza y olía a incendio, la garúa era discontinua, tanto como el fuerte viento. Ni vehículos ni peatones, solo la figura de los tres se veía por las calles. Al llegar al cementerio, en la entrada principal, divisaron a varios gatos, mezclados todos entre ellos, inquietos, moviéndose de un lado a otro, con las colas apuntando al cielo. – Válgame Dios – apuntó doña Aurita, – estos gatos parecen que están tramando algo maligno – Y Sposa, que no perdía oportunidad para ser irónico, a su vez dijo – Pero doña Aurita, no se aflija tanto, estos gatos son amigos de nuestros muertos, sólo quieren saber quién viene a visitarlos – Cat sonrió al escuchar hablar de esa forma a su primo, pensó también que faltaba ser un poco más irónico, por lo cual, mirando violentamente a la señora, le dijo: – Es muy probable doña que su marido se encuentre entre esos gatos, pues la teoría de la reencarnación incluye también a los felinos, si yo era usted me mostraría más cortés con los mismos, por cierto, ¿no nota usted alguna similitud entre alguno de esos gatos con su marido muerto?No, no, ¡válgame Dios!, – ofuscada dijo doña Aurita – aparte que Sebastián odiaba a los gatos – Pero cuando se acercaron demasiado a los gatos, estos salieron disparados por todos lados. – ¡Qué lástima! – exclamó Sposa – y yo que quería conocer a don Sebastián –

Una vez adentro, siguieron marchando por el camino principal, mirando los panteones, hablando. El tiempo había cambiado abruptamente sin que ellos lo advirtieran; todo se torno aún más negro, el viento los golpeaba con rudeza, y cuando se propusieron a caminar más rápido, para buscar algún refugio, se iluminó el cielo, después se escuchó un fortísimo relámpago y a continuación cayó una estrepitosa lluvia. Corrieron los tres, sí, corrieron, pero Cat y Sposa reían como niños, mientras que doña Aurita maldecía y al mismo tiempo los empujaba, para ver si alguno tropezaba y caía. Al final del camino se encontraba erguida una colosal cruz, y al costado de ésta una especie de galpón que servía de orador. Ese era el objetivo a alcanzar de los tres. Llegaron allí exhaustos, sin aliento y empapados. Doña Aurita aún tenía algo de aliento, pues continuaba maldiciendo a los dos señores, mientras que estos la miraban jocosamente, en silencio, respirando con dificultad.

Sposa tenía 55 años, era Doctor en Abogacía especializado en Criminología, también era Licenciado en Antropología, Licenciado en Filosofía y ateo por convicción propia. Enseñaba por filantropía en la universidad, allí se desempeñaba como profesor de Lógica Jurídica y Derecho Romano. Medía como 1,65 mts y pesaba como 100 kls., su barriga era prominente. En la cabeza tenía muy pocos cabellos, y los pocos que le quedaban en la mayoría eran todos blancos, los demás: grises. Su nariz fina y puntiaguda, sus ojos pequeños y sus orejas enormes lo hacían un hombre poco atractivo. Usaba siempre unos lentes que tampoco ayudaban mucho a su estética. De entre los tres, Sposa era el que contaba con mejor humor, aunque cuando se enojaba, que era muy poco frecuente, se ponía colorado y tembloroso, escupía maldiciones en varios idiomas y harto trabajo y tiempo se necesitaba para volverlo a poner bien.


Ya recuperados los alientos, se acomodaron lo mejor que pudieron, se quitaron de encima toda el agua que pudieron y a continuación bebieron del café de Sposa. El tiempo seguía igual, el golpear de las gotas por el suelo solo eran acallados por los estruendos que tanto miedo y angustia le procuraban a doña Aurita, mientras que el viento, agresivo como siempre, empujaba finas gotas al escondrijo. Quizá doña Aurita no se hubiera enojando tanto si el clima era cálido, el disgusto de ella era más bien a consecuencia del espantoso frío que reinaba. Esas gotas finas que ingresaban empujadas por el viento se clavaban en el rostro de los tres... continuará.

Los Suicidios

Metérse un tiro en la cabeza. Cómo no sentirse tentado, cómo no querer metérse un tiro en la cabeza y terminar con todo; en un segundo, acabar en un segundo con todos esos años, terminar la historia, morir en un solo sonido, en una sola explosión, sintiendo por ultima vez un ligero y efímero escozor en la cabeza, y después sumirse en ese letargo, unirse al otro paisaje, ser ya parte de otra etapa, de otro mundo. Cómo no querer metérse un tiro en la cabeza; y saber qué hay después, y vivir ese después, y ya no importa el después, si bueno si malo, lo importante es saber, saber por fin, confirmar cosas, descartar otras.

Con esos argumentos Alexander Estragó trataba de convencer a su amigo, Lectorcito Ruiz, de que se suicide. Alexander quería con toda el alma que su amigo Lectorcito se suicide, no que muera simplemente, sino que él mismo se mate.

Lectorcito no dejaba de escuchar a su buen amigo, viéndolo de tanto en tanto, asintiendo con la cabeza, escuchando, comprendiendo las razones del buen Alexander. Alexander tenía tan buenos argumentos, Alexander sabía convencer a la gente, y lo que decía Alexander tenía que ser cierto, era Alexander, por Dios.

El alma no muere amigo, el alma perdura, y lo que verdaderamente somos es alma, y no tanto carne. Automáticamente después de apretar el gatillo tu alma abandona la prisión de tu cuerpo y se prepara para nacer de nuevo, en un bebé, en cualquier parte del mundo. Y quién te dice que después de apretar el gatillo no nazcas en los Estados Unidos, y seas el hijo del Presidente de la Nación. Eso es amigo, así de fácil, gatillo y luego ser hijo del Presidente de los Estados Unidos; chicas, autos, una vida de comodidad. Podés llegar a ser el soltero más codiciado de los Estados Unidos. Cómo no metérse un tiro en la cabeza entonces. Qué envidia te tengo amigo, si yo pudiera matarme, que envidia.

Lectorcito estaba entusiasmado, la idea de las chicas, de los autos y de una vida de pura comodidad le estaba gustando. Quería como loco ser hijo del Presidente de los Estados Unidos de Norteamérica. Alexander notó de reojo cómo su amigo se entusiasmaba, pero no se detuvo en la relación de sus argumentos, sino todo lo contrario; empezó con otros aún más convincentes.

Algunos creen que matarse con un disparo es doloroso. Pero yo te digo amigo que una bala el la cabeza produce una especie de orgasmo, y es sin duda una de las mejores maneras de morirse. Qué suerte tenés vos Lectorcito, y pensar que ni te vas a acordar de mi cuando seas hijo del Presidente de los Estados Unidos, cómo quiero estar en tu lugar...

Alexander estaba contento, feliz porque su amigo se iba a quitar la vida. Se estrecharon entonces las manos y Alexander, quitando un pañuelo que envolvía una pistola Beretta de 9 milímetros, le dijo: Ahora me voy querido amigo, vos ya sabés lo que tenés que hacer, ahora todo depende de vos; dentro del pañuelo está el arma, chau suertudo. Y Alexander amagó salir.

Lectorcito, que adoraba a su amigo Alexander, le dijo que no, que no se vaya todavía, que se quede un ratito más con él, porque ya nunca más se verían. Alexander le dijo que no se podía quedar porque tenía cosas que hacer, asuntos que atender. Lectorcito quitó la pistola y sonriendo comenzó a estudiarlo, a sopesarlo. Alexander, que también por un momento vio el arma, le volvió a reiterar a Lectorcito la insalvable necesidad que tenia de retirarse. No te podés ir Alexander, le dijo Lectorcito, tenés que quedarte, estoy por pasar a otra vida, quiero que te quedes. Pero Alexander, ya medio nervioso, temiendo que en cualquier momento su amigo se meta un tiro en su presencia, y sabiendo que eso lo podría perjudicar a él, y lo podría involucrar de alguna manera, insistió nuevamente en la ya mentada imposibilidad de permanecer más tiempo allí.

Lectorcito entonces le preguntó qué tenía que hacer en su oficina, porqué no podía dejar eso y quedarse con él. Entonces Alexander le dijo que su jefe era un negrero, un hombre cruel y despiadado que lo explotaba, y que si no acudía a la oficina, a resolver un asunto, su jefe lo iba a despedir, y él quedaría en la calle, con muchísimas cuentas que pagar, con muchísimos problemas. Una gran sonrisa se le dibujo en la cara a Lectorcito; como si se le hubiese ocurrido una brillante idea. Alexander, ante esa sonrisa, tembló.

Lectorcito, más entusiasmado que nunca, todo agitado, le dijo a Alexander que se siente, que no se apure, que él tenía una idea. Alexander no dejaba de ver la pistola en las manos de su amigo, brillando en el aire, moviéndose a la par de sus gestos entusiastas. Se sentó. Trató de calmarse, de serenarse, no dijo nada, esperó a que Lectorcito hable. Lectorcito habló. Dijo: Alexander, porqué no te metés vos también un tiro en la cabeza, y terminás con todos tus problemas; porqué no nos matamos juntos? Podemos ser hermanos en la otra vida, gemelos, hijos del Presidente de los Estados Unidos. Los dos solteros más codiciados en Estados Unidos. Chicas, autos, una vida llena de comodidad, acompañando a papá en sus giras por el mundo, visitando países ricos y pobres, y mientras papá está en sus reuniones con los lideres del mundo nosotros recorreremos las plazas, los shoopings, los lugares históricos. Siempre vamos a andar juntos, por las calles de Washinton, recorriendo la Gran Manzana, Wall Street y Berbely Hills, comprando ropa, sacándonos fotos; cómo no matarnos juntos, cómo no terminar con todos nuestros problemas, cómo no nacer de nuevo. Vamos a matarnos Alexander.

Alexander estaba aterrado. No articuló palabra. Sabía que era un momento demasiado delicado, y que las cosas que a continuación se dirían serían determinantes. Trató de calmarse y de encontrar las palabras precisas que necesitaba en ese momento. Lectorcito lo miraba, expectante, con ojos brillantes, sonriendo, con cara de maníaco.

Alexander dejó de mirar la pistola, suspiró, posó la mirada en los ojos de su amigo, suspiró, y dijo: Qué no daría yo por meterme un tiro en la cabeza amigo mío. Es lo que más quiero en este mundo, pienso en eso todo el tiempo, pero no, yo no puedo suicidarme, lastimosamente no puedo acompañarte, vas a tener que recorrer las calles de Berbely Hills sin mi. Te harán compañía las chicas más lindas de los Estados Unidos, pero yo no podré estar allí. Tenés que irte sin mi Lectorcito, vos ya estás preparado, yo todavía. Y poniéndose en pie se dirigió hacia Lectorcito, que a la sazón se mantuvo sentado, mirándolo desconfiado. Lectorcito no se paró; Alexander, agachándose, lo abrazó y le dijo con una voz algo paternal lo que sigue: Ahora debo irme, y vos tenés que empezar tu nueva vida, no pienses más en otras cosas, solamente pensá en vos, en lo feliz que vas a ser. Y dándole un beso en la frente se alejó de él, de manera solemne y compungida.

Lectorcito, con una expresión que ya denotaba desconfianza, sonriendo algo irónico, y siempre con la pistola en la mano, también se paró y le dijo a su vez: Alexander, pará un ratito, no estoy entendiendo bien. Sentáte vamos a hablar. No hay apuro. Alexander llegó a la puerta cuando Lectorcito había concluido su no hay apuro. Se quedó frente a la puerta. Quieto, dándole la espalda a Lectorcito. Luego, después de varios segundos (*), Alexander volvió tras de sí con una sonrisa supuestamente sincera y dijo esto: Tenés razón querido amigo, ya estoy preparado para irme contigo, para dejar atrás este mundo de mierda. Tenés razón, tenemos que matarnos. Y sentándose nuevamente en el lugar que le correspondía, continuó: Cómo aguantar las ganas de ser libre, de no tener que trabajar. Ya no veo la hora de apretar el gatillo, de volarme la cabeza, de sentir ese larguísimo orgasmo y despertar siendo el hijo menor del Presidente de los Estados Unidos de Norteamérica, qué lujo!, tenemos que matarnos Lectorcito. Ya no hay que perder más tiempo.

(*) En los segundos que permaneció frente a la puerta, dando la espalda a Lectorcito, Alexander decidió el siguiente plan: Le voy a decir que también quiero suicidarme, y que quiero ser su hermano, pero su hermano menor, y para que sea así él tiene que suicidarse primero, y después, según los principios de la reencarnación, inmediatamente después me suicidaría yo.

Lectorcito, satisfecho por la coyuntura actual de las cosas, manipulando la Beretta, revisando las balas y esas cosas, le dijo sonriendo, pero sin mirarlo: Que gusto que te hayas decidido; pero qué es eso de querer ser el hermano menor, a que te referís.  A que te referís le dijo ya mirándolo.

Alexander, siempre alegre, le dijo que como muestra de aprecio él cedía esa primogenitura en favor de él, y que él se conformaba con ser el menor; le explicó que ser el hermano mayor era algo muy bueno, y más si iban a ser hijos del Presidente de los Estados Unidos. Formaba parte de la línea inmediata de sucesión prácticamente.

El peor de los miedos de Alexander se hizo realidad cuando Lectorcito, muy tajantemente le dijo: De ninguna manera voy a permitir que una persona como vos, tan buena, tan inteligente, con tantas virtudes sea el hermano menor. Tu alma corresponde al alma de un hermano mayor, la mía de hermano menor. Yo se que vos sos demasiado bueno y pensás sólo en mi, y querés lo mejor para mí; pero yo te prometo que no me importa ser el hermano menor, y que prácticamente no tiene importancia porque vamos a ser gemelos, sólo que vos vas a salir primero de la matriz de nuestra madre.

En esos momentos Alexander comprendió que había que parar la pelota, que había que ganar tiempo; era menester ensanchar el preámbulo del suicidio a dúo. Entonces Alexander, comprendiendo esa necesidad real, al instante, mirando entrañablemente a su amigo, con lagrimas en los ojos, le dijo: Muchísimas gracias querido amigo, voy a ser el mejor de los hermanos mayores, te voy a cuidar y, aunque prácticamente seamos de la misma edad, me voy a sentir muy responsable por vos, por tus cosas, y con papá y con mamá, es decir; con el Presidente y con la Primera Dama cuidaremos que no falte nada en tu vida de pura comodidad, de lujo, de autos, de chicas; las chicas más lindas de los Estados Unidos de Norteamérica van a querer salir con vos, y yo, como voy a ser el mayor, medio que voy a ser celoso de vos, y no voy a querer que salgas con cualquiera, y vos vas a querer salir con las modelos y las actrices de Hollywood y yo voy a hablar con papá para que te convenza de que no salgas. De esas cosas nuestra vida va a estar llena, de ese tipo de discusiones. Pero al final tendremos una gran vida. Ya no veo el momento de que pase.

Lectorcito escuchaba placido, magnánimo a su entrañable amigo, estaba contentísimo. Y Alexander, temiendo que su compañero propusiera iniciar ya la matanza, se paró y dijo, alzando los brazos, alegre; Esto tenemos que celebrar, decíme por favor que tenés todavía esa botella de whisky importado, ese que la otra vez estábamos tomando. Lectorcito, ingenuo, entusiasmado con la idea de tomar por última vez con su amigo, le dijo que si, que la botella la tenía en el cuarto contiguo, y metiendo la pistola en la cintura de su jeans fue a traer la mentada botella. Alexander no sabía que hacer, y tenía que ganar tiempo, pero también pensó en escapar, en aprovechar que Lectorcito no estaba y salir corriendo por la puerta. Pero en esas dudas se quedó cuando Lectorcito llegó nuevamente, con la botella de whisky y un vaso en las manos. Siempre con la pistola en la cintura, y sin dejar de reír y mostrarse alegre y complacido por todo, Lectorcito escanció el whisky en el vaso.

Viendo que otra oportunidad yacía emergente, le dijo que mejor aún estaría el whisky con un par de cubos de hielo. Pero al instante Lectorcito que le dijo que no, que no era posible, que no tenía hielo en su heladera, pero que igual así estaba bueno. Y le pasó el vaso a Alexander y este resignado lo tomó, bebiendo despacio, muy lentamente, mirado de reojo, buscando oportunidades, hilando fino. Alexander notó que su amigo se encontraba ansioso, listo, y eso le preocupo enormemente. Lectorcito no hablaba, solo sonreía, y miraba la Beretta, y miraba a Alexander, y sonreía y parecía que ya quería ver como su amigo se volaba los sesos.

Alexander tomaba el whisky aparentemente tranquilo, pero en su fuero interno se desataba el peor alboroto de ideas que jamás tuvo, de situaciones, de estratagemas. La tensión y preocupación que experimentaba en esos momentos no le ayudaban a pensar bien... y el whisky se estaba acabando, poco a poco. Lectorcito le estaba obligando a suicidarse. Qué paradoja.

Bueno, Alexander, el momento a llegado. Y Alexander, lamiendo el vaso, trató de que esa expresión no le afecte; tenía que parecer tranquilo, decidido. Entonces le dijo, dejando a un lado el vaso ya sin nada de whisky: Totalmente de acuerdo Lectorcito. Pero antes de hacerlo es preciso que sepas algo. Hay posibilidades de que no reencarnemos en los hijos del Presidente de los Estados Unidos. Puede ser, claro que si, pero también es posible que nazcamos en Somalia, en una familia bien pobre, y tengamos una vida de puro sufrimiento y tormento. A Lectorcito no le importó eso, a Lectorcito ya no le importaba nada, lo único que Lectorcito quería era que Alexander se dispare en la cabeza. Lectorcito entonces dijo: Ninguna vida futura puede ser tan mala si estamos juntos, por eso tenemos que matarnos juntos. Al pobre de Alexander se le estaban terminando las pocas ideas que en su desesperada mente podía crear.

Pero seguía tranquilo, sin demostrar el menor miedo; él creía que en eso radicaba la posibilidad de escapar ileso. Fue así entonces que de manera imperturbable y natural le dijo a Lectorcito que se dispare, que luego él haría lo mismo. Lectorcito le dijo que no, que él tenía que matarse primero, él tenía que ser el hermano mayor. Alexander rió todo alborotado, diciéndole a su amigo que no, que no funcionaba así. Lectorcito, insistió Alexander, vos tenés que matarte primero si querés ser el hermano menor, tené en cuenta que vamos a ser gemelos, y el alma que llega primero es el que se mete dentro del último bebé, del más chico. Pero si querés voy a ser yo el hermano mayor, y vos el menor, o yo el menor y vos el mayor, yo no tengo problema, lo que vos quieras. Lectorcito se tomó de la cabeza; señal inequívoca de que no entendía nada, o por lo menos le costaba mucho trabajo hacerlo. Aprovechó esa situación Alexander para proponerle a su confundido amigo cuanto sigue: Si vos querés podemos dejar para mañana el tema del suicidio, total, un día más, un día menos, da exactamente lo mismo. Pero Lectorcito estaba ansioso, demasiado ya quería ser hijo del Presidente de los Estados Unidos, o ser otro niño pobre en Somalia; ya no importaba eso, lo fundamental era que Alexander esté con él en esa vida. Lectorcito colocó el arma en su propia sien y luego cerró los ojos. Alexander contemplaba aliviado, Lectorcito estaba por matarse.

Pero Lectorcito no se mató. En vez de eso abrió nuevamente sus ojos, sonrió, miró a su amigo, le apuntó, le apuntó con la Beretta 9 milímetros que él mismo le había dado, con un brillo exótico en los ojos; la otrora cara de ingenuo de Lectorcito había cambiado radicalmente, y sus facciones adquirieron una apariencia misteriosa, astuta, sanguinaria. Alexander, que se encontraba demasiado asustado, quemó su último barco, diciendo: No, por favor Lectorcito, no te preocupes, dejá que yo mismo me mate, dame el arma, dame. Lectorcito seguía apuntando, Alexander esperaba. Lectorcito no se decidía, Alexander esperaba, esperaba que Lectorcito le de el arma para que él se mate, pero él no se mataría, él mataría a Lectorcito, él no se mataría. Parece que esa verdad saltó en algo que hizo o intentó hacer, lo cierto es que Lectorcito se dio cuenta de ello  y disparó 3 balas a la cabeza de Alexander, que instantáneamente cayó muerto al suelo.

Lectorcito, lo más natural y tranquilo posible, apuntó el arma a su cabeza, y cuando se encontraba a medio segundo de apretar el gatillo, de sentir ese orgasmo final, de terminar con todo, de terminar con la historia, de morir en un solo sonido, en una sola explosión, vio algo que le llamó la atención. Alexander yacía tirado en el suelo, la sangre brotaba de su cabeza a torrentes. Lectorcito vio que Alexander traía algo en el bolsillo del saco, pues al caer éste en el suelo, lo que traía en el bolsillo, que parecía un sobre, salió medio cuerpo de lugar donde estaba. Entonces bajó el arma y tomó lo que parecía un sobre y si, en efecto, se trataba de un sobre. El sobre estaba cerrado y no llevaba nada escrito en él. Dejó el arma sobre un buró y cuidadosamente empezó a abrir el sobre. Casi perdió el conocimiento, todo se le nubló, trastrabilló; el sobre contenía exactamente 60 mil dólares.

Lectorcito se olvidó de la promesa, de la vida después de la vida. Lectorcito cambió de opinión, Lectorcito ya no se suicidaría, aún no estaba preparado.

Sonó el timbre de la casa; era su vecina, preguntando por los disparos. Lectorcito le pidió disculpas y le dijo que él había disparado, que estaba probando un arma y no se aguantó las ganas de disparar. La vecina sonrió satisfecha. Lectorcito también. No me pregunten qué pasó con el cadáver de Alexander; lo cierto es que Lectorcito se deshizo de él sin muchos problemas.

El día siguiente Lectorcito se fue de compras. Compró una computadora, compró muebles, ropa, una heladera, zapatos, una cocina, se compró un perro de raza, se compró también una televisión pantalla gigante. Ese mismo día llamó a la empresa de televisión por cable y solicitó el servicio, pidiendo venga lo más rápido posible un técnico a instalarle el servicio. Mientras ordenaba sus nuevas pertenencias sonó el timbre de la casa; era el técnico del servicio de televisión por cable. Mientras el técnico le instalaba el servicio, Lectorcito leía el contrato que tenía que firmar. Lectorcito firmó y pagó por adelantado varios meses, dando luego una jugosa propina al técnico.

Lectorcito se acomodó en su nuevo sofá de cuero, tenia el control remoto de la televisión en la mano. A lado del sofá colocó otra nueva adquisición; una pequeña heladera, que a la sazón tenía dentro latas de cerveza, botellas de vino, quesos, chocolates, y otras muchas cosas más. Se inclinó entonces, abrió su pequeña heladera y sacó una fría lata de cerveza. Abrió la lata y tomó un trago. Esa era la nueva vida de Lectorcito: perro de raza y televisión por cable.

Encendió la televisión y comenzó a visitar todos los canales. Tomaba su fría cerveza al tiempo que cambiaba de canal. Dejó de cambiar y se quedó en CNN, una cadena internacional de noticias. Mientras tomaba su cerveza veía las noticias. De repente la presentadora informó del nacimiento del tercer hijo del Presidente de los Estados Unidos. CNN trasmitía las imágenes en vivo y en directo del niño recién nacido, aún en el hospital. Entonces la presentadora dijo: El niño nació con 4 kilos y goza de muy buena salud. El niño y la primera Dama de la Nación ya fueron dados de alta y a partir del día de hoy, continuaba el cable, el niño vivirá en Washington, en la Casa Blanca.

Lectorcito, con los ojos llenos de lágrimas, alzó su lata de cerveza y dijo, solemne, magnánimo, mirando la televisión; Salud, querido amigo.

OBS: los suicidios son malos, por favor, no intente suicidarse.